La bombilla parpadea.
Todavía no he decido qué ponerme esta noche,
pero la bombilla parpadea y solo puedo pensar
en que la luz siempre esconde un peligro inminente al incendio.
Las cifras oficiales dicen que cada día explotan cuatro bombillas.
Todo se queda a oscuras.
Mis pies se cortan con los cristales.
Entonces decido ponerme el vestido color rojo fuego.
Todos dicen que es rojo puta.
Hasta mi madre dice que es rojo puta,
pero para mí es rojo fuego. Así que me lo pongo.
Existe un color adecuado para vestir en cada ocasión
y si no que se lo pregunten a Caperucita.
Mis tres amigas no comentan nada del color de mi vestido.
Bajo los focos de la discoteca parece violeta,
pero yo sé que es rojo fuego
y que si estuviera en la calle alguien ya me habría llamado puta.
El DJ pincha Lo malo, de Aitana y Ana Guerra.
Todas bailamos al son del reggaetón feminista:
En un chico malo, no, no, no.
Pa’ fuera lo malo, no, no, no.
Mientras bailamos, un chico encantador con los dientes blancos
se acerca y nos dice:
“La mujer es un ser de luz”
Mis amigas se ríen, aunque el chico no deja de mirarnos las tetas.
Todos cantan:
Yo no quiero nada malo, no, no, no.
En mi vida malo, no, no, no.
Pero yo solo pienso en la bombilla reventada de mi habitación.
Entonces el chico encantador nos invita a unas copas para jugar a Verdad o Trago.
El chico nos hace preguntas sexuales.
Preguntas como:
¿Os gusta hacerlo en la calle?
¿Alguna vez habéis hecho una orgía?
¿Os habéis grabado mientras lo hacíais?
La fiesta termina.
Nos lanzamos a la boca de la noche.
Aquí la única música que rompe el silencio son los aullidos.
Es la hora de los lobos que cazan en manada.
Cambiamos las confesiones y el alcohol por el juego de la ruleta rusa.
Nos cruzamos con otro grupo de cuatro chicas.
Una de ellas lleva un vestido igual que el mío.
Al principio pienso que veo mi reflejo en un escaparate,
pero lleva un vestido igual que el mío.
Nuestros ojos se enlazan en un breve segundo.
Su mirada me duele.
La chica tiene las pupilas llenas de cristales rotos.
Recuerdo los cortes de mis pies y la estadística:
Las cifras oficiales dicen que cada día explotan cuatro bombillas.
Llegamos a la esquina de la calle.
Me separo de mis amigas.
Las farolas parpadean.
Camino por una acera poco transitada,
de esas que aparecen como zona de riesgo en los callejeros del Ayuntamiento.
Enseguida escucho los primeros pasos a mis espaldas
y pienso que el mapa del miedo se lleva grabado en la carne.
Las farolas parpadean y cada vez hay más pasos y entre los pasos risas
hasta que una voz por encima de mi hombro pregunta: ¿A dónde vas Caperucita?
Me doy la vuelta.
Los dientes del chico encantador de la discoteca brillan en la oscuridad
junto a otras tres bocas.
Los chicos me tocan. Yo abro las piernas.
No tengo un botón directo para llamar a la policía en el móvil
ni he recibido clases de defensa personal
ni tengo una navaja o un espray de pimienta en el bolso.
Así que abro las piernas,
pero advierto a los chicos de que tengo una granada metida en el sexo.
Ellos se ríen y levantan la falda de mi vestido rojo fuego,
pero yo tengo una granada metida en el sexo.
Si algo bueno tiene Google son sus seis millones de resultados
sobre cómo fabricar explosivos caseros.
El chico encantador se introduce en mi cuerpo.
y mi sexo estalla en mil pedazos.
Si la mujer es un ser de luz,
que mi explosión se escuche fuera de la tierra,
que los cristales de todas las ventanas se rompan,
que el mundo se asome a presenciar mi incendio
para que nadie pueda decir cosas como:
“La chavala se dejó hacer y disfrutó”,
“En ningún momento opuso resistencia”,
“Ella les provocó porque iba vestida de rojo puta”.
Y entre los “loca del coño”, “terrorista” o “demente”
que publiquen al día siguiente los medios de comunicación,
alguien se atreverá a escribir con tipografía bien gruesa
que cada día explotan cuatro bombillas, según las cifras oficiales,
porque lo malo todavía sigue ahí fuera.
Noelia Toribio